El liderazgo político actual enfrenta un reto crucial: equilibrar el ejercicio de poder con la responsabilidad de guiar, educar y conectar con una ciudadanía cada vez más exigente y polarizada. Para ello, es fundamental plantear una reformulación desde la base, en la que los líderes políticos no solo se concentren en ganar elecciones mediante narrativas simplistas y puramente emocionales, sino que adopten el papel de catalizadores de cambios significativos. La tarea no es fácil, las tentaciones grandes; y el riesgo de caer en un mero intelectualismo que desemboca en discursos circulares e inmovilistas, o en la liviandad alterna del faranduleo, aterra.
Redefinir el liderazgo político implica abandonar prácticas basadas en la inmediatez y el cortoplacismo. En lugar de eso, los líderes deben promover una visión de largo plazo en la que las decisiones políticas estén respaldadas por hechos, análisis profundos y, sobre todo, un sentido de responsabilidad intergeneracional. Este enfoque requiere valentía para implementar medidas que tal vez no sean populares en el presente, pero cuya aplicación será esencial para el bienestar futuro.
Además, un verdadero liderazgo político debe ser empático, sin confundir la empatía con la flojera de carácter. Esto significa la capacidad, interna y externa, de involucrar a diversos sectores sociales en la formulación y evaluación de políticas públicas, sin perder la espina dorsal de una visión ideológica primaria que sirva siempre de guía.
Finalmente, el liderazgo político necesita narrativas que inspiren. Para que una sociedad avance hacia la madurez democrática y el progreso colectivo, debe existir una visión compartida y motivadora que trascienda las divisiones ideológicas y sociales, y que invite a los ciudadanos a formar parte activa de la solución de los desafíos presentes. El liderazgo de hoy debe ser capaz de ofrecer no solo promesas, sino también esperanza informada y acciones concretas que refuercen esa esperanza a lo largo del tiempo.
El desafío antes descrito combina dos dimensiones clave que cualquier político debería equilibrar cuidadosamente: por un lado, el diseño y la ejecución de políticas públicas eficientes (policy making) y, por otro lado, la tarea de domesticar las expectativas fluctuantes de una ciudadanía cada vez más polarizada y ansiosa por soluciones inmediatas. En este contexto, muchos políticos han caído en el rol de meros amplificadores de las emociones colectivas, prometiendo satisfacerlas sin detenerse a reflexionar si estas son sostenibles o deseables a largo plazo. Así se diluye una dimensión esencial de la política: la de orientar, apaciguar y direccionar las expectativas colectivas hacia horizontes más racionales y factibles.
Convertir la política en una simple representación fidedigna de las demandas sociales lleva a un sistema en el que las promesas populistas se convierten en la norma. Se exageran las necesidades, se simplifican problemas complejos y se genera la ilusión de soluciones rápidas e indoloras. Esto, además de ser insostenible, debilita la capacidad de una sociedad para enfrentar los retos estructurales que le aquejan.
Este patrón es visible tanto en la derecha como en la izquierda. Mientras ciertos sectores de derecha se enfocan casi exclusivamente en la eficiencia técnica de las políticas públicas, olvidando los matices y las sensibilidades sociales, sectores de la izquierda e incluso de una derecha populista han optado por satisfacer las demandas inmediatas a toda costa, evitando el esfuerzo de gestionar expectativas o introducir un sentido de sacrificio, responsabilidad, obligación y libertad ordenada.
Implementar esta visión nueva de liderazgo demanda coraje y valentía. No se trata de imponer una visión superior al pueblo, sino de proveer un relato capaz de ordenar las prioridades, de conectar el presente con un futuro factible y motivador. Este relato debe incluir un sentido de moderación formativa, que inspire un compromiso para enfrentar desafíos complejos con racionalidad y resiliencia.
Recuperar este enfoque dual —diseño de políticas racionales y modelación de expectativas colectivas— implica un retorno a la dimensión ética de la política, donde los líderes no solo buscan ganar elecciones, sino también fomentar la madurez democrática en sus ciudadanos. Volver al concepto de que la política es una herramienta no solo de representación, sino también de orientación es imperativo para superar el ruido populista que domina muchas democracias actuales.
Si bien la tentación de prometer soluciones inmediatas seguirá siendo una constante en la arena política, los verdaderos líderes emergerán como aquellos que sean capaces de mirar más allá de la inmediatez. Estos líderes atraerán a sus ciudadanos con la promesa de construir algo más duradero, enseñándoles que no todas las batallas se ganan en un día y que algunas de las victorias más hermosas toman tiempo en gestarse.
En definitiva, un buen político debe comprender la sociedad no para reproducirla tal cual es, sino para encaminarla hacia lo que puede y debe ser, utilizando la racionalidad como brújula y el compromiso como motor de cambio. Es una tarea monumental, sí, pero una que define el verdadero propósito de la política. Ese nuevo liderato político escasea en nuestro entorno. Hay que buscarlo, educarlo y fomentarlo. Rendirnos a la mediocridad, liviandad o el populismo no es opción. ¡Adelante, con fe!