Monday, March 24, 2025
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La orden ejecutiva y la cuña de la ficción

Varias han sido las ocasiones en que la ficción ha penetrado como una cuña en la realidad, transformándola. El arte supremo de imitar la realidad, en este caso con palabras, en ocasiones ha sido tan exacta que termina sustituyéndola, y aunque el tiempo de sustitución sea efímero, deja siempre una huella indeleble en ella.

De las más famosas ocasiones de la ficción penetrando la realidad ocurrió en 1938, cuando Orson Wells y un grupo de colaboradores leyeron por la radio una adaptación a modo de noticiero ficticio de la novela de H.G. Wells La guerra de los mundos. Pese a advertirse de antemano que era ficción (deferencia que no siempre se tiene), su imitación fue tan exacta que se tomó por realidad durante el tiempo que duró la transmisión, causando pánico a nivel de la nación norteamericana. El evento tuvo muchas repercusiones en el país, pero sobre todo sacó a flote las ansiedades y temores escondidos y acumulados en la sociedad ante la incertidumbre de aquella época de depresión y preguerra. La ficción, ingerida de aquel modo insospechado, resultó ser un purgante de mucho que venía socavando a la sociedad secretamente.

Acá, en nuestro plano nacional, un evento similar ocurrió allá para el 1983, cuando el periódico Claridad publicó a modo de reportaje periodístico el cuento largo Seva del escritor Luis López Nieves. Si bien en esta ocasión no hubo las advertencias, el efecto en la sociedad fue contundente, sacando a flote las inseguridades sobre la verdad de nuestra historia, la manipulación colonial del pasado que conocemos de nosotros mismos, sembrando amplias dudas sobre nuestra relación con los Estados Unidos. También en esta ocasión la ficción, de nuevo ingerida de modo insospechado, tuvo el efecto purgante de sacar a flote muchas de las dudas que nos carcomen por dentro.

En estos días hemos tenido la dicha aquí en Puerto Rico de ser el punto nuevamente donde un meteorito de ficción se estrella con la realidad. En esta ocasión, como en las anteriores, una obra de ficción, la archinombrada orden ejecutiva para otorgarle la independencia a Puerto Rico, preparada por un grupo de patriotas puertorriqueños y tomada por buena por un tabloide británico, sacó a flote las ansiedades, los miedos, los complejos y las más profundas dudas sobre nuestra realidad política. Ante el panorama que se presenta en los Estados Unidos de un presidente errático y dispuesto a lo que sea, incluso lo impensable, queda más que nunca expuesta nuestra tenue alianza política con ese país del norte de quien somos una mera pertenencia.

Los partidos colonialistas, por supuesto, fueron los más afectados por la sacudida. El sector estadista sintió que se le colaron en la fila mientras miraba un segundo para el lado; la rabia de que los pelús independentistas hubieran alcanzado la Oficina Oval antes que ellos los tuvo varios días sin salir de sus casas, afectados todos de repente en su tracto intestinal. Los estadolibristas, esos grandes defensores de la democracia colonial, se sintieron que les jugaron cajita de pollo, alegando que si no es por los votos no se vale. Reclamando deshonestidad intelectual a los autores del documento, recuerdan a quienes confunden ficción con mentira y acusan a los novelistas de embusteros. Recuerdan también aquel chiste del esclavo que entierran hasta el cuello en el Coliseo romano y le sueltan un león para que lo devore. Cuando el león se le acerca y el esclavo intenta morderle una pata, el público estalla en protesta: “¡Juega limpio, esclavo sucio!”

Esta más reciente incrustación de la ficción en la realidad recuerda también nuestra propia saga nacional, un pueblo atrapado entre ficciones políticas y ficciones económicas que se nos presentan como realidades, donde nada está bajo el control propio y todo pudiera ser. La ficción de la estadidad, la ficción de la democracia en la colonia, la ficción del desarrollo económico, la ficción de los derechos humanos, la ficción de la protección al ambiente, la ficción de la justicia, la ficción de querer ser lo que no se es, en fin, la ficción nuestra de cada día. Si tan bien funcionan las ficciones para oprimirnos, ¿por qué no usarlas para liberarnos? Ahora resulta que todos tienen derecho a la ficción, menos quienes reclaman lo único que, al final del camino, es real y reclamable: la soberanía de nuestro pueblo.

Vale recordar aquí que un pueblo bajo opresión colonial tiene el derecho, reconocido así por el derecho público internacional, de utilizar todos los medios a su alcance para salir de dicha condición política. Vale recordar también que, cuando no se tienen los fusiles, la imaginación, la ficción, el arte, han sido siempre las armas con que los pueblos oprimidos se defienden de la agresión.



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