Thursday, July 3, 2025
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Bad Bunny como ícono de una generación sin representaciones

En una discoteca de Miami, Florida; en un tianguis de Tepito en la Ciudad de México; en una barrita en Los Sures/Williamsburg de la Ciudad de Nueva York; en un pequeño club en el centro de Kioto, Japón; o en las playas de la turística ciudad de Barcelona, España, es más que evidente que suenan, al menos, unas cuantas canciones de Benito Martínez Ocasio, conocido como Bad Bunny. Sus letras son coreadas por millones de jóvenes hispanohablantes —y, cada vez más, por oyentes de otras lenguas— que encuentran, en su música, una combinación de desahogo emocional, afirmación identitaria y resistencia simbólica. Más que un ídolo pop, Bad Bunny se ha convertido en una figura generacional que condensa, en su estética y en su discurso, las tensiones culturales, políticas y afectivas del presente.

Para las generaciones millennial y post-millennial, marcadas por la precariedad, la ansiedad económica y la erosión de los grandes relatos, Bad Bunny se configura como un referente identitario y afectivo. No solo porque representa una voz cercana y auténtica, sino porque visibiliza experiencias sociales y subjetivas que han estado históricamente fuera del centro: el Caribe urbano, las masculinidades disidentes, el deseo de habitar el cuerpo fuera de la norma y la frustración frente al sistema.

Si partimos de la premisa de que la música popular es una forma de representación simbólica, y que en ella se proyectan y negocian imaginarios sociales, entonces la obra de Bad Bunny debe leerse como un archivo sonoro de los afectos, frustraciones y aspiraciones de su generación. Sus canciones no solo entretienen por su contagiosa rítmica: configuran narrativas culturales sobre el amor, el fracaso, el goce y la rabia. Y en ese sentido, Bad Bunny no solo suena, sino que interpreta, representa y performa los malestares del presente de una generación de personas excluidas.

A muchas personas les apela la música de Bad Bunny porque parece hablar desde el cansancio, el duelo o la desconexión. En canciones como “Andrea” o “Nadie sabe”, no solo expresa lo que siente, sino que también reflexiona sobre lo difícil que es decirlo todo. Su obra se convierte en algo más que música: es una especie de diario emocional colectivo, un archivo de afectos rotos, de palabras que apenas alcanzan para nombrar lo que duele. En ese sentido, muchas de sus canciones funcionan como lo que Cristina Rivera Garza llama necroescritura, relatos hechos desde la herida, desde el límite del lenguaje, cuando la experiencia ya no cabe en palabras.

Por último, Bad Bunny, desde una práctica plenamente inserta en la lógica comercial —sumada a elementos de nostalgia por el Puerto Rico previo a los años 2000 (esa nostalgia de decir que es “el mejor de la nueva porque se crió en la vieja”)—, le ofrece a un sector poblacional, particularmente jóvenes puertorriqueños precarizados, un imaginario de nación que el Estado ha ido desmantelando. En un contexto donde las instituciones públicas han abandonado los archivos históricos, la producción cultural y otros dispositivos fundamentales para construir memoria colectiva, es desde el circuito del entretenimiento y el espectáculo que emergen nuevas formas de narrar lo nacional. A través de su influencia económica y cultural, lo que podemos llamar soft power, Bad Bunny activa símbolos, lenguajes y afectos que contribuyen a recomponer un sentido de pertenencia que ha estado ausente en las narrativas de la oficialidad estatal, sino desde el deseo, la estética y la experiencia compartida. Desde la voz y los sonidos, Bad Bunny y su más reciente disco Debí Tirar Más Fotos le habla a los espacios globales, dando representación a sectores y a una nación cultural que no cuentan con visibilidad mediática ni social. Sin duda alguna, Bad Bunny es un ícono de una generación que ha encontrado una forma de existir y resistir desde la militancia dentro de la cultura pop y del propio sistema capitalista.

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