Puerto Rico se estremece nuevamente con la noticia de un crimen atroz: el asesinato de una menor en el municipio de Aibonito. Cada vez que ocurren hechos tan desgarradores, el país entero busca respuestas inmediatas, culpables externos y soluciones rápidas. Sin embargo, detrás de cada tragedia, más allá de la indignación colectiva y del llamado a la acción gubernamental, yace una verdad ineludible: la primera línea de responsabilidad en la formación de nuestros hijos no recae sobre el Estado, ni sobre la Policía, ni siquiera sobre la escuela. Esa responsabilidad recae, primordialmente, en los padres.
En la vorágine del discurso público, es común escuchar voces que responsabilizan al gobierno por la violencia juvenil, por la falta de valores, por la ausencia de disciplina. Ciertamente, las instituciones tienen su cuota de deber: las escuelas deben educar, la Policía debe proteger y las agencias sociales deben apoyar. Pero ninguna de estas instancias puede sustituir el rol insustituible de los padres en la formación de ciudadanos responsables y respetuosos de las normas de convivencia.
Educar a un hijo no es solo velar por su asistencia escolar o satisfacer sus necesidades materiales. Implica inculcar valores fundamentales como el respeto a la vida, la empatía, la disciplina y el sentido de responsabilidad hacia los demás. Estos principios no se aprenden en una conferencia de prensa ni se decretan por ley; se enseñan y se modelan día a día, en el hogar, con el ejemplo.
El caso de Aibonito debe servirnos como campanada de alerta. No basta con exigirle al Estado más seguridad o programas sociales si en el núcleo familiar falta la guía esencial. Padres y madres tienen el deber —y el privilegio— de formar seres humanos que aporten a la sociedad, que respeten la ley y que sepan convivir en paz. Cuando un menor incurre en conducta delictiva, no podemos mirar únicamente al gobierno como culpable; debemos también hacer un examen de conciencia sobre las fallas en la crianza y supervisión en el hogar.
No se trata de absolver al gobierno de su responsabilidad, ni de minimizar la compleja red de factores sociales y económicos que inciden en la criminalidad. Pero sí de colocar las cosas en perspectiva: sin familias comprometidas con la educación moral y cívica de sus hijos, ninguna política pública será suficiente.
Es momento de asumirlo con firmeza: la seguridad de Puerto Rico comienza en el hogar. Padres, madres y encargados deben reconocer que su rol no es opcional ni delegable. Los hijos son el reflejo de la crianza recibida. Y si queremos que nuestra sociedad sea más justa, más segura y más humana, debemos empezar por donde todo comienza: en la familia.