El psicólogo Adrián Quevedo (@adrianquevedopsicologo) profundiza en esta paradoja, revelando las complejas raíces de una crisis emocional sin precedentes que nos marca como una “generación de oro… con el corazón roto”.
La adolescencia millennial fue un crisol entre dos mundos: el analógico que se desvanecía y el digital que emergía con fuerza. Fuimos la primera generación en navegar la exposición constante, la comparación social despiadada y la búsqueda de validación externa a través de pantallas. Este caldo de cultivo digital sembró las semillas de problemas de autoestima, ansiedad rampante y, en algunos casos, trastornos de conducta alimentaria, dejando una huella profunda en nuestra psique.
Los números hablan claro: los diagnósticos de ansiedad, depresión y burnout nos superan en comparación con cualquier otra generación. ¿Las razones? Un cúmulo de promesas de estabilidad que se desmoronaron ante nuestros ojos. Nos enfrentamos a crisis económicas recurrentes, un costo de vida que se eleva sin cesar y un desempleo que a menudo no se corresponde con la inversión en nuestra preparación académica. Esta dolorosa brecha entre la expectativa y la cruda realidad ha engendrado una profunda ansiedad y frustración.
Crecimos bajo la sombra de la presión y la alta exigencia, inculcados con la idea de que a mayor esfuerzo, mayor éxito. Esta creencia, aunque motivadora, también potenció una autoexigencia implacable, llevándonos al límite de nuestras capacidades y, en muchos casos, al agotamiento emocional.
El torbellino de cambios acelerados y una transición cultural inestable también han dejado su marca. A nivel emocional, tecnológico, cultural y laboral, vivimos transformaciones vertiginosas que nos obligaron a adaptarnos constantemente, generando una inestabilidad emocional e inseguridad subyacente.
En un mundo hiperconectado, paradójicamente, experimentamos una creciente pérdida del contacto real. Nuestras relaciones, cada vez más digitalizadas, chocan con nuestra naturaleza de seres criados en comunidad. Esta desconexión tangible ha aumentado la soledad emocional, generando una frustración profunda por la dificultad de forjar vínculos sólidos y significativos.
A pesar de la vasta cantidad de recursos disponibles para abordar la salud mental, muchos millennials carecen de las herramientas fundamentales para gestionar sus propias emociones. Esta falta de educación emocional nos deja vulnerables ante el estrés y la dificultad de procesar las complejidades de nuestro mundo interior.
Como una “generación puente”, también nos encontramos rompiendo patrones familiares arraigados. Este proceso, aunque necesario para el progreso y la evolución, a menudo genera sentimientos de culpa, la sensación de no encajar o incluso aislamiento por parte de nuestras propias familias, quienes a veces no comprenden nuestros conceptos de lo “políticamente correcto” o nuestras nuevas formas de ver el mundo.
El mensaje de Adrián Quevedo es claro y poderoso: no se trata de culpar, sino de ofrecer un contexto para comprender los desafíos únicos que enfrentamos los millennials. En este entendimiento mutuo, entre generaciones, reside la clave para la sanación.
Y para nuestra propia generación, un reconocimiento valiente: lo hemos conseguido sin un manual, convirtiéndonos en autodidactas en la gestión de nuestras propias emociones. Este es, en sí mismo, un cambio trascendental para todas las generaciones venideras.