En las calles de Washington D.C. y en hogares de todo Estados Unidos, el silencio de los pasillos federales se traduce en el rugido del hambre y la incertidumbre. Hace casi un mes, el 1 de octubre de 2025, el gobierno federal de Estados Unidos entró en ‘shutdown’ por la incapacidad política del Congreso de aprobar un presupuesto temporal. Lo que empezó como un desacuerdo partidista sobre financiamiento ha paralizado a casi 800,000 empleados federales sin sueldo, ha cerrado parques nacionales y ha puesto en jaque programas vitales como el Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria (SNAP, en inglés), la asistencia alimentaria para millones de estadounidenses que podría agotarse este sábado. Familias que dependen de cheques de seguridad social retrasados, veteranos sin atención médica y niños en escuelas públicas sin recursos educativos sienten el peso de una decisión que parece lejana, pero que golpea de cerca.
Este impase no es un accidente técnico; es un cálculo político deliberado. Para algunos en el ala dura del Partido Republicano y la administración Trump, el cierre es una herramienta estratégica: un medio para presionar por recortes drásticos y agendas ideológicas. Voces en el Capitolio susurran que este caos “ayuda políticamente” al Ejecutivo, pintándolo como el guardián de la frontera y el déficit, mientras los demócratas son culpados por su “obstruccionismo”. Es la conveniencia del poder: un juego de ajedrez donde el tablero son las vidas ajenas; y las piezas, los presupuestos que sostienen la dignidad humana.
Pero aquí radica la fractura ética, la grieta moral que no puede ignorarse. ¿Cómo justificar que una percepción de “ganancia política” eclipse la necesidad básica de comer? Madres solteras racionando leche para sus hijos; inspectores de alimentos sin supervisar cadenas de suministro, abriendo puertas a brotes; científicos en la NASA pausando investigaciones que podrían salvar vidas. Estos no son peones; son personas cuya supervivencia depende de servicios que el ‘shutdown’ desmantela. La moralidad de un líder o de un Congreso se mide no en encuestas, sino en el sufrimiento evitado. Priorizar el ego partidista sobre el pan diario es una traición al pacto social: el gobierno existe para servir al pueblo, no para usarlo como rehén en guerras ideológicas.
En su quinta semana, este cierre ha fallado más de una docena de veces en el Senado para resolverse, un recordatorio de la parálisis que cuesta miles de millones y, peor, dignidad humana. En Puerto Rico, la herida es doble: 1.3 millones de personas dependen del Programa de Asistencia Nutricional, cuyo fondo se agota el 31 de octubre, y los millones mensuales en asistencia federal se congelan justo cuando la isla aún reconstruye tras huracanes y terremotos. El ‘shutdown’ no es abstracto aquí, es un apagón de esperanza.
Es hora de confrontar: la política sin empatía no es liderazgo, es cinismo. Los ciudadanos merecemos más que promesas; merecemos acción. Porque en la balanza ética, el llanto de un niño puertorriqueño sin comida pesa más que cualquier jugada maestra en el Capitolio.
