Cuando Toriyama volvió y anunció Dragon Ball Super, medio planeta se puso el gi. Diez años después, el balance no es tan simple: la serie amplió el universo, sí, pero también encerró su propia historia entre el final de Z, toneladas de fanservice y una dependencia crónica del dúo Goku–Vegeta. Aun así, hay luces —y no pocas— que vale la pena celebrar.
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Un cumpleaños incómodo (y un marco temporal apretado)
Super nace como secuela de Z, pero vive dentro del time skip de diez años que va de Kid Buu al 28.º Torneo.
Esa decisión creativa la obliga a moverse con cuidado: no puede tocar el epílogo de Z (Uub, Pan, la despedida emocional), y a la vez introduce fenómenos gigantes como Bills, Whis, el Ultra Instinto, Gohan Bestia o Piccoro Naranja… que luego “desaparecen” al llegar la mini-saga final de Z.
Resultado: sensación de estasis; pasan cosas enormes, pero nada “mueve” lo ya escrito.
Fanservice a full: cuando el guiño tapa la historia
Nostalgia bien usada es combustible puro. El problema es cuando se vuelve guion. Super recurre una y otra vez a ecos del pasado: Freezer (x2), Patrulla Roja, un Cell “tuneado”, regreso de Trunks del Futuro y otra amenaza temporal.
Las nuevas transformaciones (Dios, Azul, etc.) muchas veces sienten más obligatorias que orgánicas, sin la construcción dramática que tuvo, por ejemplo, el Super Saiyan en Z. ¿Funciona como espectáculo? Sí. ¿Construye peso emocional? Solo a ratos.
El show de Goku y Vegeta (con todos mirando desde la banca)
Dragon Ball siempre fue coral, un “sube al ring con tus amigos”. En Super, el foco se estrecha hasta Goku y Vegeta: sus power-ups mandan, el resto acompaña.
Gohan, Piccoro, Gotenks, Buu y compañía quedan infrautilizados con frecuencia, y hasta en historias que parecían pedir otros protagonistas (hola, Trunks del Futuro) el clímax regresa al dúo titular.
El contraste con GT es evidente: allí Goku arrastra el carro, sí, pero Uub, Pan, Vegeta o Piccoro tienen arcos que importan y un cierre que pesa.
Lo que sí trajo Super (y le sienta bien)
No todo es puñetazo a la nostalgia. Super expandió el mapa con dioses, ángeles, universos paralelos y torneos que redefinen escalas (y reglas).
Whis y Bills son iconazos modernos; el Torneo del Poder dejó momentos memorables; Broly tuvo una relectura potente en cine; y Super permitió que Dragon Ball encontrara un tono actual (humor, ritmo, visual) sin perder su ADN.
Además, la serie mantuvo viva la IP en una década en la que muchos shōnen se limitan a revivals tímidos.
¿Qué faltó empujar?
- Línea temporal valiente: avanzar más allá del final de Z para honrar Uub y Pan sin andar con pies de plomo.
- Reparto con agencia: dar arcos transformadores (no solo “skins de poder”) a quienes no se llaman Goku o Vegeta.
- Transformaciones con historia: menos escalera de colores, más razones narrativas para cada salto.
- Nostalgia con propósito: guiños, sí; repetición, no.
Veredicto: una década polémica… y necesaria
Dragon Ball Super es, a la vez, una fiesta de universo y una secuela con frenos de mano. Convive con su contradicción: crece hacia los lados (nuevas entidades, reglas y escenarios) mientras evita crecer hacia adelante (epílogo de Z intocable).
¿El saldo? Irregular pero valioso: mantuvo a Dragon Ball en conversación global, dejó personajes y peleas que ya son canon en la memoria colectiva y preparó el terreno para que lo próximo —DAIMA incluido— se atreva a dar el salto que falta.
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Porque, a los 10 años, lo mejor que puede hacer una secuela es dejar de mirar el espejo retrovisor y pisar carretera nueva.
