Metro Puerto Rico publica este artículo como parte de una colaboración con Latinoamérica21, plataforma de sindicación líder en América Latina, especializada en artículos de análisis y opinión sobre temas políticos, económicos, científicos y medioambientales de la región.
A primera vista, los resultados del domingo parecen anticipar un giro copernicano en la orientación valórica del país, perfilando —según todas las encuestas basadas en escenarios plausibles de segunda vuelta— un eventual retorno de la derecha al poder. Esta conclusión, sin embargo, puede ser engañosa.
A mi juicio, lo que ocurrió es que un número significativo de chilenos y chilenas abandonó la izquierda, y ante la implosión del centro político no encontró otro espacio disponible que la derecha. La gente no se “enfachizó”; más bien se alejó de la izquierda, al menos por ahora.
Si bien existe un desplazamiento conservador en temas de orden y seguridad, la evidencia no muestra una derechización estructural en valores más amplios; lo que prevalece es una reacción al desempeño político más que un giro ideológico profundo. Estas elecciones deben leerse más como el fracaso de la izquierda que como el triunfo de la derecha.
Ante esto surge la pregunta inevitable: ¿en qué fracasó el gobierno de Boric para que tantos de sus apoyos lo abandonaran? Para responderla, lamentablemente, es necesario remontarse a los gobiernos concertacionistas desde la transición democrática.
Durante los primeros quince años habitamos lo que se etiquetó como “el milagro chileno”: desarrollo humano, crecimiento económico, Estado de derecho y bajos niveles de corrupción. Pero ese mismo éxito se transformó en una vulnerabilidad con la rápida expansión de sectores medios precarios y la persistencia de instituciones heredadas y rígidas (por ejemplo, el sistema electoral), incapaces de absorber nuevas demandas ciudadanas.
Si se me obliga a marcar un punto de inflexión, lo situaría mucho antes del estallido social de 2019, específicamente en el segundo mandato de la presidenta Bachelet (2014–2018). Durante ese periodo, Bachelet impulsó un diluvio casi irresponsable de reformas simultáneas —tributaria, educacional, laboral, electoral e incluso constitucional (Encuentros Locales Autoconvocados, cabildos)— que despertaron tensiones latentes y generaron otras nuevas.
La intensidad del ciclo reformista fue tal que incluso los analistas más expertos tuvieron dificultades para seguir el detalle y las implicancias de cada iniciativa. Más que ser la causa directa de la inestabilidad posterior, las reformas simultáneas de Bachelet II actuaron como un catalizador que expuso tensiones acumuladas desde años antes. En varios sentidos, agitaron el avispero.
Fue precisamente en el gobierno siguiente, el de Piñera II (2018–2022), donde esta cadena de tensiones terminó por estallar con el ya conocido “estallido social” de octubre de 2019. Una crisis que solo pudo ser contenida por la irrupción de la pandemia, que en cierto modo le calzó como un guante al gobierno de entonces.
Así llegamos al gobierno de Boric, electo con una enorme dosis de votos “prestados” del centro, en un país exhausto de inestabilidad. Su administración se alineó con el ímpetu reformista de la primera Convención Constitucional, cuyo borrador —más parecido a un collage inconexo de cambios impulsado por un mosaico de grupos fragmentados bajo un espejismo de mayoría inexistente— terminó siendo un fracaso espectacular y una oportunidad perdida. Para ese momento, amplios sectores de la ciudadanía ya estaban hambrientos de estabilidad.
Ese fue el primer gran golpe para Boric, casi un knockout. Luego vino el segundo proceso constitucional, que tampoco prosperó. Aunque el texto también fue rechazado, ese segundo rechazo fue leído como un triunfo para la derecha, porque significó mantener el statu quo institucional.
A pesar de que no se traduce en oferta política, un amplio sector de la sociedad chilena permanece en el centro del espectro ideológico. El vaciamiento de la oferta de centro —especialmente sectores de la antigua Concertación— subsidió electoralmente a Boric en 2021 y hoy subsidia a la derecha. Esto sugiere un problema de oferta política, no un realineamiento ideológico profundo.
El colapso del centro no responde a una desaparición de sus votantes, sino a la incapacidad de sus partidos para articular un proyecto moderado creíble tras años de desgaste institucional, crisis internas y pérdida de relato. La derecha no solo capitalizó el vaciamiento del centro; también logró articular un relato eficaz de orden, estabilidad y control institucional en un país saturado de incertidumbre.
Boric creyó que tenía un mandato de transformación sistémica y no leyó que, tras tantos años de tensión, la ciudadanía estaba agotada de reformas. El gobierno combinó falta de experiencia ejecutiva con una sobreestimación de su mandato reformista, lo que derivó en errores estratégicos tempranos y una pérdida acelerada de capital político.
Al comienzo se percibió a su gobierno como ingenuo —no habían gobernado nunca—, pero cuando la ingenuidad dio paso rápidamente a la soberbia, la ciudadanía comenzó a tomar distancia. A diferencia de Piñera o Bachelet, Boric tuvo apenas un par de semanas de “luna de miel”; luego de eso, su evaluación y la de su gobierno se volvieron negativas.
Fue en ese momento cuando la vieja Concertación prestó ropa y contribuyó a estabilizar la gestión con la llegada de dos “superministros” de su ADN histórico: Mario Marcel en Hacienda y Carolina Tohá en Interior.
Uno de los temas que más tensionó al gobierno fue la seguridad, que sistemáticamente aparece entre las principales preocupaciones ciudadanas en todas las encuestas. No es necesariamente que haya más crimen —el debate es complejo—, sino que la violencia mutó a formas antes desconocidas en Chile (narco, Tren de Aragua, crimen organizado).
En política, la percepción pesa tanto o más que la estadística: la seguridad se transformó en el prisma principal desde el cual la ciudadanía evaluó al gobierno. En este ámbito, la derecha logró posicionarse como la fuerza más creíble para recuperar el control institucional.
La izquierda debe realizar una autocrítica profunda, y la derecha debe resistir la tentación de creer que estas mayorías le pertenecen. La izquierda enfrenta una crisis profunda de credibilidad y lectura estratégica del momento político; la derecha, por su parte, haría mal en interpretar su apoyo actual como una conversión duradera, pues descansa más en el agotamiento ciudadano que en una adhesión ideológica estable.
David Altman es Profesor del Instituto de Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Director de Espacio Público.
