En 1955, hubo una vez una ciudad donde todos viajaban en guaguas públicas para llegar a su destino. En teoría, todos los ciudadanos pagaban el mismo boleto, todos iban al mismo lugar, y todos tenían derecho a sentarse. Pero durante muchos años, existía una regla injusta: solo algunos podían sentarse al frente.
Los ciudadanos negros eran obligados a sentarse atrás, aunque hubieran pagado lo mismo. Podían subirse a la guagua, pero no podían escoger su asiento. Podían llegar a su destino, pero solo si el conductor —quien representaba al poder— se lo permitía.
Un día, una mujer llamada Rosa decidió no levantarse. No pidió privilegios, no exigió un asiento especial. Solo reclamó algo sencillo: “Tengo el mismo boleto que los demás”.
Esa acción, que parecía pequeña, despertó la conciencia de una ciudad completa. Muchos se unieron, marcharon, protestaron y hablaron. No porque quisieran ganar poder, sino porque querían ganar igualdad. Finalmente, después de lucha, sacrificio y valentía, la ciudad comprendió: la democracia no es real si un ciudadano vale menos que otro.
El racismo político
Hoy, en otro tiempo y otra guagua, existe una forma diferente de segregación. No es de color de piel. Es de ideología.
Hay partidos inscritos que pagan el mismo boleto democrático: recogen endosos, cumplen con la ley, reciben votos genuinos del pueblo. Pero cuando se montan en la guagua del sistema electoral, se les dice:
“Puedes estar, pero no puedes sentarte en los mismos asientos”.
Su representante puede ver lo que pasa, pero no puede votar en decisiones administrativas. Puede hablar, pero solo cuando el conductor lo permita. En esta ocasión, el grupo segregado no es por raza, sino por discrimen político.
Los ciudadanos que votan por ese partido miran al frente y se preguntan:
“Si mi voto es legal, ¿por qué mi representación es limitada?”
No están reclamando prerrogativas extraordinarias. No piden conducir la guagua. Solo piden lo mismo que pidió Rosa un día:
“Pagué mi boleto. Tengo el mismo derecho a sentarme”.
¿Cuál es la enseñanza?
Las luchas sociales nunca comienzan para conseguir privilegios. Comienzan para conseguir dignidad.
Los derechos civiles en Estados Unidos no se ganaron con violencia ni humillando a otros. Se ganaron recordándole a la sociedad lo que parecía obvio, pero había sido ignorado: todos somos ciudadanos con el mismo valor.
Hoy, el reclamo de igualdad electoral no es para un partido.
No es para un comisionado.
Es para el pueblo, para el elector.
Y la democracia solo podrá mirar al futuro cuando quienes pagan el mismo boleto puedan sentarse en cualquier parte de la guagua sin pedir permiso.
Porque cuando el voto de cada puertorriqueño sea respetado en igualdad, entonces, sí, podremos decir que hemos avanzado como pueblo, y que Dignidad dejó de ser promesa para convertirse en una realidad.
